Necrópolis Cristóbal Colón
La Necrópolis de Colón constituye un Patrimonio Cultural de la nación cubana por ser uno de los cementerios más sobresalientes del mundo debido a sus valores esculturales.
Esta necrópolis, surgida de sentimientos generosos, alejados de cualquier idea de especulación del suelo, parece más bien un jardín galante que un camposanto porque su caprichosa arquitectura barroca, su cielo radiante, sus caminos, flamboyanes y palmas, conceden serenidad a lo fúnebre y arropan a la muerte con una vestimenta leve y acogedora. Sus 56 hectáreas de extensión lo hacen ser considerado el más grande de América.
La historia de este cementerio data de 1854 cuando el gobernador Marqués de la Pezuela proyectó la construcción de una nueva necrópolis en La Habana cuando resultó insuficiente e inoperante el viejo Cementerio de Espada, pero entonces no pudo llevar a cabo dicha idea.
Su construcción fue autorizada por Real Decreto el 28 de julio de 1866 y el 30 de octubre de 1871 se inició la construcción cuyas obras fueron concluidas casi quince años después, es decir, el dos de julio de 1886.
Debe su nombre a la antiquísima idea de haberse sepultado allí las cenizas del Almirante, viajeras durante muchos años por el Caribe, aunque se ha confirmado que están en Sevilla.
La entrada de la Necrópolis de Colón se caracteriza por un monumento escultórico en su tope, de mármol de Carrara, de 34 metros de longitud por 21.66 metros de altura. El conjunto representa las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Esta portada es obra del arquitecto español Calixto de Loira. Los relieves y las esculturas en mármol de Carrara son del cubano José Vilalta de Saavedra.
Al traspasar la gigantesca portada de estilo bizantino, dos amplias avenidas, llamadas de norte a sur Cristóbal Colón y Obispo de Espada y de este a oeste Fray Jacinto, sirven de marcador principal para la división del cementerio en cuatro áreas, llamadas en sus inicios cuarteles. Su estructura es rectangular en forma de campamento romano y está compuesto por una retícula de calles, manzanas y lotes.
En la Necrópolis Cristóbal Colón, numerosos panteones son recreación a escala de las mansiones coloniales de sus dueños originales en otras épocas. Los arcos, las cúpulas, y los característicos vitrales de su magnificente arquitectura decoran las construcciones funerarias artísticamente.
Esas obras constituyen una de las características más notables del camposanto, ejecutadas en los variados estilos arquitectónicos y materiales, de acuerdo con la fecha de construcción y la posición económica del fallecido, pues a la vera de los mausoleos erigidos por los magnates en la pseudo república, las familias más modestas fueron colocando sus tumbas.
Verdadero monumento arquitectónico de la antigüedad, la Necrópolis de Colón cuenta además con el honor de ser el único cementerio americano dedicado al gran navegante, descubridor de la Isla y de otros importantes destinos en el continente americano.
El suntuoso lugar se nos antoja una gran cantera esculpida a cielo abierto, tal es la profusión de mármol de Carrara, granito y pizarras que aparecen por doquier a nuestro paso y en todas las direcciones.
Centenares de sitios de esas condiciones se localizan distribuidos entre los diferentes cuartones del cementerio, muchos de ellos dedicados no sólo a personalidades individuales, sino a sociedades de beneficencia o importantes instituciones, como es el caso del panteón de las Fuerzas Armadas.
Si impresionantes son las construcciones, no menos formidables resultan sus estatuas, como el conjunto escultórico dedicado a un grupo de bomberos muertos trágicamente en 1890 en acto de servicio. Esta obra funeraria de unos diez metros de alto, obra del escultor español Agustín Querol, representa a los bomberos fallecidos con sus verdaderos rostros. Como elemento significativo, no pudo encontrarse ni una sola foto o vestigio de uno de ellos en el que inspirarse, pero para no condenar su recuerdo al anonimato, el propio escultor, en un gesto muy de acuerdo con el romanticismo de la época, le prestó su propia apariencia. Y aumento así el efecto del acto heroico de los bomberos.
Símbolos irrepetibles atraen a los visitantes al cementerio, caracterizado por la constante presencia de antorchas invertidas que recuerdan el término de la existencia humana, acompañadas de ramas de laurel y de relojes de arena alados, los cuales marcan con el descenso de sus granos lo irreversible de la vida terrenal.
La tumba más popular y sin duda la más visitada es la de Amelia Goire de la Hoz, una dama de alta alcurnia, conocida ahora como «La Milagrosa».
Amelia Goire, murió el 3 de mayo de 1901 casi al término de su embarazo, fue sepultada con su hija en su vientre. Se cuenta que al abrir el sepulcro tiempo después para enterrar al suegro de la finada, esta se encontró abrazada a su hija. En la actualidad el sitio se ha convertido en un lugar espontáneo de peregrinación popular producto del mito donde miles de creyentes piden favores y hacen promesas de todo tipo.
Representaciones y mensajes de gran cantidad de promesas cumplidas aparecen documentados en su tumba por creyentes, entre ellos sobresalen ropa de bebé, flores, muñecos, adornos y placas de agradecimiento.
Miles de peregrinos visitan el sepulcro cada año, vale decir que en la actualidad la estatua compite en protagonismo con los santos y vírgenes de la sacramental habanera.
La Milagrosa recibe más flores e invocaciones que las demás figuras sacras, mientras las autoridades de la iglesia cubana callan un tanto perplejas ante ese espontáneo fenómeno.
En una extensa área donde contrasta el verde de la vegetación con el blanco frío del mármol, los recuerdos perduran en la eternidad y envuelven a aquellos que se aventuran a conocer esa parte de la historia de La Habana, contada en el silencio de sus muertos.
Fuente: http://www.trabajadores.cu
Foto: Bhupal, Sunyenchiu